miércoles, 19 de agosto de 2009

domingo, 9 de agosto de 2009

Imágenes presentación Libro Kawéskar, julio 2009

Sra. Adriana Bórquez Adriazola

Alberto Navero, editor

Juan Mihovilovich, escritor













Editorial Guanaye, agradece al Departamento de Extensión, de la Universidad de Talca, por su constante apoyo para difundir cultura.


Archivo: Editorial Guanaye
Fotos: Roberto Apablaza

martes, 4 de agosto de 2009

Juan Mihovilovich presenta Kawéskar


KAWESKAR: Ser pensante de piel y hueso.
Autora: Adriana Bórquez Adriazola

Editorial Guanaye. 99 Págs. -2009-Talca-



“Es cierto que aquí se retrocede en el tiempo por milenios. Pero no es sólo buscar el nacimiento de los tiempos a lo que se es empujada, sino que al encuentro de la esencia profunda del propio ser …¿Será este el viaje hacia atrás y hacia adentro, a esos pozos sin fondo a los que alguien por ahí alude? (Pág. 62)

Los kawéskar, kawashkar, alacalufes o alakalufes (nombre posiblemente derivado del apodo peyorativo en yagan, halakwulup o halakwoolip, comedores de mejillones, cuya difusión algunos investigadores atribuyen al navegante inglés Roberto Fitz Roy) eran nómades canoeros que recorrían los canales de la Patagonia chilena entre el Golfo de Penas y el Estrecho de Magallanes; también se desplazaban por los canales que forman las islas que quedan al oeste de la Tierra del Fuego y al sur del estrecho.

Su idioma es el kawésqar, nombre con el que ellos se autodenominan. En su idioma, esta palabra significa "persona" o "ser humano". El nombre alacalufe, originalmente puede haber tenido una intención despectiva y ellos no lo usaron ni usan.

El texto que hoy nos ocupa está referido a ese universo kawésqar y ha sido escrito en términos asimilables a un diario de vida, o mejor aún, a la estructura de una bitácora, es decir, asociado a una forma de cuaderno de viaje que se utilizaba en los barcos para relatar el desarrollo de la travesía, aunque en los hechos su uso se popularizó y devino en una utilización más general, quizás porque el cuaderno de viaje ha sido utilizado desde siempre. De ser así, este libro-bitácora incluye luego en su registro todos los sucesos –tangibles o no- que la autora vivenció o llevó a cabo durante un lapso, esto es, entre el 23 de enero al 1 de mayo de 2008. En esa perspectiva, nuestra escritora determina el viaje a un lugar del territorio nacional mientras observa un documental de TV, primero evocativamente y luego, el surgimiento reiterado de un nombre: Puerto Edén, esto es, la gestación del viaje, de su descenso hacia el sur del mundo y su involucramiento con los restos de una cultura que la llamó de modo imperativo desde alguna ancestralidad recóndita, mítica, pero perceptible.

Es curioso cómo los seres humanos tomamos decisiones en un instante creyendo que ellas surgen de golpe, repentinamente, cuando en su esencia se hallan anidadas subrepticiamente en nuestra memoria esperando el momento preciso de transformarse en acciones concretas, que patenticen la inquietud subsumida en algún recóndito intersticio cerebral asociado a ese impulso vital e imperecedero que emana del corazón.

Algo de ello ha ocurrido con Adriana Bórquez al resolver un viaje “impensado”, surgido de la invocación más íntima y que la trasladó a redescubrir los vestigios de una cultura milenaria: la kawésqar o alacalufe, artífices de una vida nómada tribal que en algún momento ancló en esos parajes idílicos que la naturaleza conserva como postales de otros mundos, tan solitarios y apartados de la vida cosmopolita de una civilización enervante y casi postrera como en la que nos hayamos insertos o desperdigados.

¿Y qué predetermina un viaje hacia los confines del continente? ¿La simple coincidencia de un documental pre-visto entre años distantes? ¿La necesidad velada y furtiva que duerme en los latidos insomnes de una vida siempre aventurera, aún cuando pose de sedentarismo y se escude en los márgenes de una ciudad como ésta? Ni lo uno ni lo otro, pero si lo de ambos interrogantes.

La existencia de doña Adriana Bórquez podrá parecernos contemplativa, tímidamente sesgada en la calidez de un hogar acogedor y sus palabras nos incitan a un café y a decirnos que la vida transcurre a lo lejos como si fuera nuestra. Pero, tras la fachada, bajo el yelmo protector de una mirada baja surgen los destellos de otra patria, de otros continentes, de otros sueños y parajes que el ojo humano desborda y traduce en imagen, en vivencia dolida o doliente a veces, fresca y jovial, en ocasiones. Y es que no se puede apreciar un diario de vida sin la vida que lo nutre, sin la impronta que lo atesora ni el horizonte que se vislumbra. Por eso la autora me resulta vital. No se trata de un viaje más. No se han descrito en estas páginas solamente detalles de un trabajo necesario, como pudiera serlo el vivenciar el último sello de una estirpe o de una raza ya extinta.

Los viajes de una mujer o de un hombre tienen dos posibilidades reales: hacia fuera o hacia adentro. Ocasionalmente pretextamos los de afuera como una suerte de bálsamo, de reconstitución de fuerzas para seguir el viaje que el destino ha prefijado. Eventual y muy circunstancialmente, viajamos hacia adentro cuando la asfixia pretende sofocar nuestros pulmones, cuando algo nos sacude y nos hace permeables al dolor de existir, a la necesidad de manotear el infinito y no contentarnos con una cotidianeidad enfermante y enfermiza que nos rutiniza, nos relativiza el hecho de vivir en una secuencia del sinsentido, de lo que creemos basta y que no basta, que queremos que sea y que no es.

Sin duda, a veces los requerimientos confluyen, entonces doña Adriana Bórquez desempolva su corazón estacionario, lo revitaliza, lo manipula con ojos invisibles y traduce la imagen del televisor en una exigencia que muda su mensaje: ella ve el viaje de pronto, pero el viaje estaba ya inserto en sus vísceras y tejidos -recuérdese: ser pensante de piel y huesos- venía con ella desde siempre y de pronto lo reproduce con un nombre y un fin: Puerto Edén. ¡Qué hermosa paradoja! El puerto, el lugar al que se ancla la nave luego del trayecto; el Edén, el paraíso perdido, la huella de lo imperecedero a nuestro pesar y, sobre todo, al de la autora.

Luego, ella retoma el viaje que hemos hecho desde siempre. La vida no es más que un trayecto. El surco que dejamos es apenas el sendero disfrazado que siempre retomamos. Doña Adriana Bórquez lo sabe con la certeza de una intuición que resulta incontrarrestable: se transita eternamente, porque se viene viajando desde antes y se sigue hasta un después. Los kawésqar lo sabían, ellos navegaron los canales y fiordos patagónicos premunidos de sus lanzas de caza, desnudos de ambiciones, tomando aquello que les era necesario para sobrevivir y adorar al Dios que los proveía en su sustancia, que los hacia sentirse necesarios, pero no imprescindibles. Lo real era la navegación, el viaje, la partida siempre. Allá, al otro lado de los cerros y montañas se hallaba invariablemente el sitio de espera, el puerto fugaz, el descanso, la reconstitución de energías indispensables para retomar el éxodo infinito.

He ahí el paraíso edénico: la naturaleza de los kawésqar era y es la naturaleza indómita por dentro de nuestra autora. Probablemente allí radique el secreto de este libro de anotaciones aparentes. Más allá de la descripción precisa de sus personajes reconocibles y queribles en la estadía, más allá del recorrido por las pasarelas de madera que constituyen el villorrio edénico y de la crítica punzante y acida que despiertan en nuestra viajera los olvidos de una autoridad indiferente; más allá de lo que eufemísticamente llamamos “temporalidad” sin siquiera pronunciarnos sobre ella ni tampoco concienciarla, radica la verdadera proeza de un texto sencillo y profundo como éste: se trata de la perfecta –o imperfecta quizás- confluencia de un viaje interior y exterior. Se trata de concienciar –ahora sí- la tragedia de la extinción inmisericorde producto de la ambición colonizadora y devastadora del hombre blanco, pero también de rescatar lo que no se extingue en los espíritus poderosos: la necesidad de entender el viaje efímero que todos tenemos sobre la tierra.

Por eso, me parece, doña Adriana Bórquez toma su equipaje y salda una cuenta con ella misma y también con nuestra historia. Se podrá argüir que es una travesía mínima, desprovista de toda epopeya, que surcar los cielos y el mar para acceder a un territorio exiguo y olvidado es un viaje como cualquiera, que a diario los seres humanos navegan hacia sitios tan inhóspitos como Puerto Edén y puede, puede ser, que en una primera aproximación sea así.

Sin embargo, la diferencia es esta: no se trata, definitivamente, de un viaje de placer. No hay en ello la parodia de un relato de turismo. Una travesía simple puede llegar a emocionarnos si entendemos que tras ella navegan los sueños de una identidad que nos pesa. Y que para acceder al paraíso perdido es ineludible intentar reconocerlo en vida, así nos doblegue la espalda la vergüenza de un travestismo genocida que dejó apenas como símbolos entristecidos canoitas de mimbre y lanzas de utilería.

Este es uno de esos relatos que recuperan parte de nuestra identidad y, por supuesto, de la identidad indomable de doña Adriana…como una resurrección necesaria del espíritu kawésqar.

Juan Mihovilovich

Escritor



(Lectura en la presentación de Kawéskar, Sala Emma Jauch, Universidad de Talca)
Talca, 30 de julio 2009